DOCENTES ARTESANOS...

 


“Desde posturas más aggiornadas, se intenta asegurar que quienes se dedican o vayan a dedicarse a la enseñanza estén provistos de ciertos códigos culturales, de ciertos marcos conceptuales que les permitan estar mejor posicionados a la hora de tomar las decisiones más específicas acerca de lo que tienen que hacer con los alumnos. ¿Será que la apropiación de nuevos marcos conceptuales y culturales resulta suficiente para asegurar que maestros y profesores puedan enseñar en el presente? Pareciera que no; de ahí la recurrencia con que los planes de estudio procuran intensificar los aportes de la formación específica. Sin embargo, tampoco resulta suficiente y las modificaciones alcanzan los espacios formativos destinados a la práctica profesional. La intensificación de la formación práctica es asimismo una transformación sustancial que atraviesa los nuevos planes de formación docente. Los espacios curriculares destinados a las prácticas han cobrado protagonismo y esta tendencia trasciende las fronteras locales. No solo se ha aumentado la carga horaria, sino que se le otorgó a este campo de la formación un tratamiento diferencial. Los modelos concurrentes han superado a los consecutivos, que colocaban las prácticas profesionales al final de los planes de estudio: en el presente, se trata de que esas prácticas se incorporen desde los inicios de la formación y contemplen las distintas dimensiones del quehacer profesional. Asimismo, su tratamiento situado y contextualizado apunta a formar docentes que puedan desempeñarse en contextos y escenarios educativos reales.

Si bien en muchos planes se expresa la necesidad de articular los espacios de la práctica con los otros campos de la formación o se destaca la importancia de lograr la integración de los conocimientos prácticos y de los brindados por los otros campos curriculares, asociar las instancias de formación teórica con los espacios de la práctica ha sido y sigue siendo un problema difícil de superar en la formación docente: las prácticas profesionales suelen concebirse como espacios destinados al hacer, mientras que los otros espacios curriculares de la formación –al estructurarse casi exclusivamente a partir de conocimientos formalizados– se conciben como espacios destinados al saber. Se comprende así que los currículos actuales de formación docente inicial se hayan ido poblando de saberes formalizados cada vez más sofisticados, mientras continuaron siendo las prácticas, la residencia o la misma inserción laboral los ámbitos “naturales” para aprender el oficio de enseñar.

Es decir, mientras los espacios destinados a la transmisión del conocimiento formalizado provenientes de las distintas disciplinas (incluidas las pedagógicas) se fueron complejizando, los espacios destinados a las prácticas, aunque acrecentados y distribuidos a lo largo de todo el trayecto formativo, han mantenido la concepción simplista que identifica la práctica con el hacer o, lo que es lo mismo, con la “aplicación” del saber aprendido en otras instancias. Identificada con la acción o con poner en acto lo que formalmente se aprendió, esta forma disociada (entre teoría y práctica, entre el pensamiento y la acción, entre el decir y el hacer) no resulta ni resultó. Los conocimientos formalizados, aun actualizados y diversificados, parecen no ser suficientes para nutrir las prácticas docentes. Entre el saber teórico, técnico, y las prácticas pareciera existir una amplia brecha que en general no fue contemplada por la formación ni tampoco por los ámbitos de producción de conocimiento pedagógico. Hay una diferencia entre saber decir cómo se hace algo o explicar lo que sucede, y saber cómo hacerlo. Para poder tomar decisiones situadas e informadas en un aula se requiere de otros saberes que se producen a propósito de la resolución local de problemas y desafíos que se enfrentan al enseñar (Terigi, 2012). En este sentido, ni la teoría pedagógica en sí misma ni los conocimientos formalizados disponibles resultan ser los nutrientes suficientes para alimentar los conocimientos y las prácticas docentes, ya que:

• La práctica responde a un saber que no descansa enteramente en conocimientos profesionales formalizados.

 • El conocimiento de los docentes no reconoce como fuente única la teoría pedagógica.

• El conocimiento y las prácticas de los docentes se nutren de esos otros saberes que maestros y profesores cuando enseñan.

Al referirse a los saberes docentes, distintos autores –entre ellos, Tardif (2004), Sandoval (1995) y Salgueiro (1998)– han puesto de manifiesto que los profesores mantienen una relación de exterioridad con los conocimientos formales (curriculares, disciplinares y pedagógicos) que son producidos por otros y transmitidos generalmente durante la formación sistemática o en cursos de formación continua. Por el contrario, con los saberes producidos y validados en el transcurso de su propia experiencia y reflexión profesional, mantienen una relación de interioridad. Si bien, como hemos señalado, nuestras investigaciones muestran que para los docentes los saberes vinculados con el conocimiento de los alumnos y su contexto son centrales para afrontar el trabajo de enseñar en la actualidad, la fuente de validez de esos saberes descansa en el puesto de trabajo, en la experiencia y en el trato con los alumnos. Los docentes hablan desde su experiencia y desde allí cobra protagonismo otro tipo de saberes que ni los formadores ni los especialistas mencionan o a los que, si lo hacen, no les otorgan la importancia que tienen para sus protagonistas (Alliaud y Vezub, 2014).

Esos otros saberes que se producen al enseñar y que parecen potentes para saber y 42 poder hacerlo resultan ser los grandes ausentes de los espacios formales de formación. ¿De qué naturaleza son esos saberes? ¿Cómo se producen y circulan? Algunos los llaman “conocimientos prácticos”, otros “saberes del trabajo”, “conocimientos tácticos” o “estratégicos”, pero hay coincidencia en afirmar que se trata de un repertorio complejo de procedimientos, habilidades y secretos, generalmente implícitos o difíciles de formalizar, que se construyen y ponen en juego en la práctica del oficio; son, por lo tanto, indisociables de la actividad, del quehacer de los sujetos y de los contextos de desempeño (Chaiklin y Lave, 2001).

Nosotros preferimos aludir a “saberes de oficio” y resaltamos la importancia de recuperarlos y convocarlos en los espacios destinados a la formación docente…”

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