CUANDO LOS NIÑOS LLEGAN A LA ESCUELA...
“Aprendizaje intuitivo y aprendizaje escolar
Nos enfrentamos con otro enigma. Los
niños pequeños que muy pronto dominan los sistemas de símbolos, como el
lenguaje y las formas artísticas, como la música, los mismos niños que
desarrollan teorías complejas del universo o intrincadas teorías acerca de la
mente, suelen experimentar las mayores dificultades cuando empiezan a ir a la
escuela. No parece que hablar y entender el lenguaje sea problemático, pero
leer y escribir puede plantear serios desafíos; el cálculo y los juegos
numéricos son divertidos, pero aprender las operaciones matemáticas puede
resultar engorroso, y las metas superiores de las matemáticas pueden resultar
temibles. De todos modos, el aprendizaje natural, universal o intuitivo, que
tiene lugar en casa o en los entornos inmediatos durante los primeros años de
la vida, parece ser de un orden completamente diferente en relación con el
aprendizaje escolar que ahora es necesario en todo el mundo alfabetizado. Hasta
ahora, este enigma no es extraño y se ha comentado repetidas veces. De hecho,
se podría llegar a afirmar que las escuelas se instituyeron precisamente para
inculcar esas habilidades y concepciones que, aunque deseables, no se aprenden
de un modo fácil y natural como lo son las capacidades antes mencionadas.
Así pues, la mayoría de los numerosos
libros y artículos recientes acerca de la «crisis educativa» insisten en las
dificultades con que se encuentran los estudiantes para dominar el programa
abierto de la escuela. Una descripción como esta acerca de los puntos débiles
de la escuela puede resultar exacta hasta dónde llega, pero en mi opinión no va
lo suficientemente lejos. En este libro sostengo que incluso si la escuela
parece ser un éxito, incluso si obtiene los resultados para los que ha sido
diseñada, normalmente no consigue lograr sus objetivos más importantes. Las
pruebas de esta alarmante afirmación provienen de un nutrido número de
investigaciones educativas por ahora abrumadoras que se han recogido durante
las últimas décadas. Estas investigaciones prueban que incluso los estudiantes
que han sido bien entrenados y muestran todos signos de éxito —la constante
asistencia a buenas escuelas, altos niveles y calificaciones en los exámenes,
corroborados por sus maestros— de un modo característico no manifiestan una
comprensión adecuada de las materias y de los conceptos con los que han estado
trabajando.
Quizás el caso más sorprendente sea la
física. Investigadores de la Johns Hopkins, del MIT y de otras universidades
que gozan de buena consideración han podido demostrar el hecho de que los
estudiantes que reciben las calificaciones de honor en los cursos superiores de
física son frecuentemente incapaces de resolver los problemas y las preguntas
básicos que se plantean de un modo un poco diferente de aquel en el que han
sido formados y examinados. En un ejemplo clásico, se pidió a los estudiantes
de grados superiores que indicaran las fuerzas que actúan en una moneda que ha
sido lanzada al aire y ha alcanzado el punto medio de su trayectoria.
La respuesta correcta es que una vez la
moneda está en el aire, sólo está presente la fuerza gravitatoria que la atrae
hacia la tierra. Sin embargo el setenta por ciento de los estudiantes de grado
superior que habían terminado el curso de física mecánica dieron la misma
respuesta ingenua que los estudiantes no formados: mencionaron dos fuerzas, una
hacia abajo, que representaba la gravedad, y una fuerza ascendente resultante
de «la fuerza original ascendente de la mano». Esta respuesta refleja la opinión intuitiva o
de sentido común pero errónea de que un objeto no puede moverse a menos que una
fuerza activa le haya sido transmitida de algún modo a partir de una fuente
original de movimiento (en este caso, la mano o el brazo de quien lanza la moneda)
y que una fuerza así debe irse consumiendo gradualmente.
Los estudiantes con formación científica no
muestran un punto flojo sólo en lo que se refiere al lanzamiento de una moneda.
Al preguntarles acerca de las fases de la luna, la razón de que haya
estaciones, las trayectorias de objetos que son lanzados a través del espacio,
o acerca de los movimientos de sus propios cuerpos, los estudiantes no
consiguen mostrar aquellas formas de comprensión que la enseñanza de la ciencia
se supone que produce. En efecto, en docenas de estudios de este tipo, adultos
jóvenes formados científicamente siguen mostrando los mismos conceptos y
comprensiones erróneas que podemos encontrar en los niños de educación primaria
—los mismos niños cuya intuitiva facilidad para el lenguaje, la música o la
conducción de una bicicleta nos producía asombro—. La evidencia en el venerable
tema de la física quizá sea el «arma aún humeante» pero, tal como pruebo en los
últimos capítulos, la misma situación se ha dado esencialmente en todo el
ámbito escolar en el cual se han llevado a cabo investigaciones. En
matemáticas, los estudiantes de grado superior no consiguen resolver problemas
de álgebra cuando se expresan en unos términos que difieren de los esperados.
En biología, las suposiciones más básicas de la teoría evolutiva escapan a la
comprensión de estudiantes, por lo demás, capaces, que insisten en que el
proceso de evolución está guiado por un esfuerzo hacia la perfección. Los
estudiantes de grado superior que han estudiado economía aducen explicaciones
de las fuerzas del mercado que son esencialmente idénticas a las aportadas por
estudiantes de grado superior que nunca han cursado economía. Prejuicios y
estereotipos igualmente graves impregnan el segmento de la formación humanística
del currículo, desde la historia al arte.
Los estudiantes que pueden discutir con
detalle las complejas causas de la primera guerra mundial cambian en redondo de
opinión y explican los acontecimientos actuales, igualmente complejos, en
términos del simplista escenario de «buenos y malos» (este hábito de
pensamiento no es ajeno a los dirigentes políticos aficionados a representar
las situaciones internacionales más complejas al modo de un guion de
Hollywood). Quienes han estudiado las complejidades de la poesía moderna,
aprendiendo a apreciar a T. S. Eliot y Ezra Pound, demuestran poca capacidad
para distinguir las obras maestras de tonterías más propias de aficionados si
se les oculta la identidad del autor. Quizá se podría responder que estos
resultados preocupantes son sencillamente una crítica más del sistema educativo
norteamericano, que ha recibido ciertamente (y quizá sea merecida) su parte de
crítica en los últimos años. Y de hecho la mayoría de las investigaciones se han
llevado a cabo con el modélico estudiante universitario de segundo grado.
Sin embargo, las mismas formas de
conceptualización erróneas y la falta de comprensión que aparecen en un ámbito
escolar norteamericano, parecen repetirse también en los ámbitos escolares de
todo el mundo. ¿Qué ocurre aquí? ¿Por qué los estudiantes no dominan aquello
que debieran haber aprendido? Soy de la opinión de que, hasta una fecha
reciente, aquellos de nosotros que estamos comprometidos en la educación no
hemos apreciado la resistencia que ofrecen las concepciones, los estereotipos y
los «guiones» iniciales que los estudiantes ponen en su aprendizaje escolar ni
tampoco la dificultad que hay para remodelarlos o erradicarlos. No hemos
conseguido comprender que en casi todo estudiante hay una mentalidad de cinco
años no escolarizada que lucha por salir y expresarse. Tampoco nos hemos dado
cuenta del desafío que supone transmitir nuevas materias de modo que sus
implicaciones sean percibidas por niños que durante mucho tiempo han conceptualizado
materias de este tipo de un modo fundamentalmente diferente, y profundamente
inalterable. A principios del presente siglo, la obra de Freud y de otros
psicoanalistas aportó pruebas en el sentido de que la vida emocional de los
primeros años de vida del niño afecta los sentimientos y el comportamiento de
la mayoría de los adultos. Actualmente la investigación científica que trabaja
sobre la cognición demuestra el sorprendente poder y la persistencia de las
concepciones del mundo del niño pequeño.
Examinemos unos ejemplos que provienen
de dos ámbitos completamente diferentes. Las estaciones cambiantes del año
mudan en función del ángulo de inclinación de la Tierra sobre su eje en
relación con el plano que describe su órbita alrededor del sol. Pero una
explicación así tiene poco sentido para alguien que no se puede desprender de
la creencia fuertemente arraigada de que la temperatura está estrictamente en
función de la distancia a la fuente de calor. En el ámbito de la literatura, el
recurso a la poesía moderna reside en el poder de sus imágenes, sus temáticas a
menudo inquietantes y el modo en que el poeta juega con las características
formales tradicionales. Sin embargo, este recurso continuará siendo oscuro para
alguien que aún siente, muy hondo, que toda poesía digna de ese nombre tiene
que rimar, que tener una métrica regular y retratar escenas encantadoras y
personajes ejemplares. Aquí no nos ocupamos de los fallos intencionados de la
educación sino, más bien, de los que son involuntarios. Involuntarios, quizá,
pero no inadvertidos. Una conversación con mi hija, por entonces estudiante de
segundo año de universidad, hizo que me diera cuenta realmente de que algunos
de nosotros somos como mínimo débilmente conscientes de la fragilidad del conocimiento.
Un día Kerith me llamó por teléfono,
completamente afligida. Me expresó su preocupación: «Papá, no comprendo la
física». Siempre ansioso por asumir el papel de padre paciente y comprensivo,
le respondí con mi tono más progresista: «Cariño, realmente me merece mucho
respeto que estudies física en la universidad. Yo nunca habría tenido el valor
de hacerlo. No me preocupa la calificación que obtengas; esto no es lo
importante. Lo que sí me importa es que comprendas la materia. Entonces, ¿por
qué no vas a ver a tu profesor y miras si te puede ayudar?». «No lo captas,
papá», respondió Kerith con resolución. «Nunca la he comprendido». Sin
pretender cargar estas palabras de una importancia cósmica, he llegado a sentir
que el comentario de Kerith cristaliza el fenómeno que intento dilucidar en
estas páginas. En las escuelas —incluyendo las «buenas» escuelas— de todo el
mundo, hemos llegado a aceptar ciertos resultados como señales de conocimiento
o comprensión. Si contestan de un cierto modo a las preguntas planteadas en una
prueba en la que las respuestas son de múltiple elección, o si resuelven un
conjunto de problemas de una manera especificada, les será acreditado su
conocimiento. Nadie plantea nunca la pregunta «¿pero realmente lo comprende?»,
porque ello infringiría un acuerdo no escrito: este particular contexto de
instrucción aceptará una determinada clase de resultados como adecuados. La
distancia que media entre afirmar que la comprensión alcanzada es apta y la
comprensión auténtica sigue siendo muy grande; sólo se repara en ella a veces
(como en el caso de Kerith), e incluso entonces lo que se debe hacer con ella
dista mucho de estar claro. Al hablar aquí de «comprensión auténtica», no
albergo intención metafísica alguna. Aquello que Kerith decía, y lo que una
amplia bibliografía de investigación documenta, es que incluso un grado
ordinario de comprensión no está habitualmente presente en muchos de los
estudiantes, quizá en la mayoría. Es razonable esperar que un estudiante de
grado superior sea capaz de aplicar en un contexto nuevo una ley de la física,
o una prueba de geometría, o el concepto en historia del que ha dado muestras
de tener un «dominio aceptable» en el aula. Si, al modificar ligeramente las
circunstancias en que se realizan las pruebas, la solicitada y deseada
competencia ya no puede demostrarse, entonces la simple comprensión —en
cualquier sentido razonable del término— no se ha logrado.
Este estado de cosas se ha reconocido
pocas veces públicamente, pero incluso los estudiantes que resuelven con éxito
sus estudios sienten que el conocimiento que aparentan tener es, en el mejor de
los casos, frágil. Quizá este desasosiego contribuye a la sensación de que
ellos —o incluso el sistema educativo entero— son en cierto sentido
fraudulentos. Tres personajes en busca de un escenario En estas páginas de
obertura efectivamente he presentado tres personajes que nos acompañarán a lo
largo de todo este libro.
En primer lugar, el aprendiz intuitivo
(que a menudo conoceremos en el futuro como el aprendiz natural, ingenuo o
universal), el niño pequeño que, soberbiamente dotado para aprender el lenguaje
y demás sistemas simbólicos, desarrolla teorías prácticas acerca del mundo
físico y del mundo de las demás personas durante los primeros años de vida. En
segundo lugar, el estudiante tradicional (aprendiz escolar), el niño desde los
siete años hasta el joven de veinte, más o menos, que intenta dominar la
lectura y la escritura, los conceptos y las formas disciplinares de la escuela.
Son estos estudiantes que, presenten o no resultados estándar, responden de
modo similar a como lo hacen los preescolares o los niños que cursan la
enseñanza primaria, una vez han abandonado el contexto de las aulas. En tercer
lugar, el experto disciplinar (o especialista), un individuo de cualquier edad
que ha dominado los conceptos y habilidades de una disciplina o ámbito y puede
aplicar ese saber de un modo apropiado a nuevas situaciones. Entre las filas de
los expertos disciplinares se encuentran los estudiantes que son capaces de
utilizar el saber de las clases de física o de historia para aclarar nuevos
fenómenos. Su saber no se limita al marco habitual del libro de texto y del
examen, y cumplen con los requisitos necesarios para entrar a formar parte de
los que «realmente» comprenden. En toda esta discusión introductoria, estos
tres personajes estarán acechando desde el fondo. Al llegar a conocer a cada
uno de un modo más íntimo, obtendremos no sólo una percepción nueva de los
enigmas del aprendizaje, sino pistas para la creación de un sistema educativo
capaz de producir comprensiones genuinas. En lo que sigue, presento una cierta
variedad de otros términos y distinciones que me ayudarán a desarrollar mi
argumentación. Si consideramos con más detenimiento los tres personajes,
encontramos que cada uno actúa de acuerdo con algunas limitaciones —factores
intrínsecos o extrínsecos que limitan su comportamiento de modo diferente— y
demuestra su comprensión en tipos característicos de realizaciones.
Examinaremos, en primer lugar, las diversas clases de limitaciones y, luego,
las realizaciones. El estudiante intuitivo refleja limitaciones neurobiológicas
y de desarrollo, limitaciones basadas en el hecho de ser miembros de la especie
y en los principios del desarrollo humano que operan de un modo predecible en
los entornos físico y social que podemos encontrar en cualquier parte del
mundo. Los niños aprenden el lenguaje con la facilidad con que lo hacen, y del
modo en que lo hacen, porque hay fuertes limitaciones incorporadas en sus
sistemas nerviosos; y tales limitaciones afectan poderosamente a las
modalidades en que inicialmente se refieren al mundo, categorizan los objetos e
interactúan con otros individuos. Del mismo modo, los niños de todo el mundo
desarrollan teorías comparables acerca del mundo en que viven y de las personas
con las que se comunican: teorías que reflejan una interacción entre las
inclinaciones biológicas y la construcción del mundo propia de los niños en
cuyo interior han nacido. Estas limitaciones, el resultado de centenares de
miles de años de evolución, son muy profundas y, como tendremos la oportunidad
de ver una vez y otra, resulta muy difícil hacerlas desaparecer. El hecho de
que se considere que los niños a partir de una cierta edad están preparados
para la escuela, y que cabe esperar de ellos que dominen habilidades
específicas y conceptos en el marco escolar, probablemente refleja estas
limitaciones neurobiológicas y de desarrollo. Sin embargo, las limitaciones más
profundas que operan en los estudiantes tradicionales tienen un carácter más
extrínseco: las limitaciones históricas e institucionales que se incrustan en
las escuelas. Las escuelas han evolucionado durante siglos para servir de
formas determinadas a determinados propósitos sociales…”
Continuara…
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