LEYENDO A MEIRIEU...

 



CONSTRUIR LA ESCUELA

Desde hace ya varios años, muchos textos, manifiestos, peticiones y proyectos de ley se han propuesto «refundar la Escuela». Y, claramente, la tarea se impone: hoy no podemos seguir funcionando en una institución sin una perspectiva real, que ha cedido ampliamente a las estrategias individuales de los padres que buscan obtener, por todos los medios, la mejor relación calidad/precio. Pero... ¡es inútil hacer la crítica del consumismo escolar si no se propone un proyecto alternativo ambicioso y creíble! Para que cada uno abandone −o, al menos, acepte reconsiderar− la búsqueda exclusiva de su interés personal, debe poder vislumbrar un interés general. Y este interés general debe ser ideado de modo tal que pueda inspirar confianza y encarnar el futuro. Ahora bien, en este dominio, las fórmulas no son suficientes. La igualdad de oportunidades, tan a menudo proclamada, resulta ser un espejismo que genera, incluso, tremendos resentimientos: la selección social sigue vigente, las élites se reproducen entre sí y los excluidos, a quienes teóricamente se les han dado todas las oportunidades, ya no aparecen como víctimas de la injusticia sino como culpables de su propio fracaso. La institución educativa está agotada por una sucesión de reformas ilegibles: todo parece cambiar, una y otra vez, pero, en realidad, las transformaciones de las estructuras y de los programas modifican muy poco las relaciones pedagógicas y opacan seriamente el funcionamiento del sistema, en detrimento, como siempre, de los menos preparados. La competencia por el rendimiento a toda costa y sin referencia a los valores de emancipación y solidaridad hace pedazos el mandato de coherencia del servicio público: las escuelas y los establecimientos empiezan a competir entre sí, forzados a atraer a su clientela y a supeditarse, cueste lo que cueste, a la obligación del resultado.

Más que nunca, y según la expresión que los niños de Barbiana usaron ya en 1967, cada establecimiento corre el riesgo de tener que comportarse como «un hospital que excluye a los enfermos y trata a los sanos» para mejorar sus estadísticas. Necesitamos usar la imaginación y reconstruir, en el sentido literal de la palabra, la institución educativa para que sea verdaderamente un crisol republicano al servicio de la democratización del conocimiento y del aprendizaje de la libertad.

Dejemos de intentar rehabilitar esta vieja casa entregándola a agentes privados que ofrecerán solo «clases de época» * a algunos nostálgicos privilegiados en salas con vigas a la vista, en las que podrán volver a ser aplicados los «buenos viejos métodos». Dejemos de creer que cambiando la decoración y que, solamente agregando un aula aquí o allá, podremos dar a la Escuela la fortaleza institucional y la coherencia que le falta. El tiempo de los reacondicionamientos ya pasó: tenemos que pensar en una nueva arquitectura para la institución. En referencia a las representaciones de una clase tradicional de mediados del siglo pasado en las que, reproduciendo la ambientación característica, se enfatiza teatralmente el comportamiento relacionado con el empleo de elementos propios de la época: pupitres inclinados, pizarras, punteros, tinteros, secantes, cajas de costura, etc.  

Una arquitectura en la que el espacio, el tiempo y los recursos estén enteramente concebidos para permitirle cumplir su misión. Porque, si el fundamento es decisivo −y supone finalidades claramente identificadas−, también hacen falta cimientos: necesitamos estabilizar el terreno, preparar una base suficiente, diseñar un plan adaptado a las funciones, anticipar las construcciones que permitirán a las personas llevar a cabo realmente lo que se supone que tienen que hacer juntas. Y el idealismo, en este ámbito, puede ser mortífero: ¿cuántos nobles proyectos terminan chocando con condiciones materiales que los hacen imposibles y que condenan a sus autores a la resignación o a la desesperanza? Por eso, si queremos tener alguna oportunidad de llegar a refundar verdaderamente la Escuela, debemos, al mismo tiempo, reconstruirla: «Las piedras piensan, el material condenso lo que las palabras diluyen: ventaja del arquitecto que expone conciso. Acrópolis, iglesia, castillo, teatro, estadio: no hay intuición hecha edificio que no tenga en la base su pequeña idea», explica justamente Régis Debray. Es, precisamente, porque «las piedras piensan» que nosotros tenemos que pensar las piedras. Los establecimientos escolares heredados del siglo XIX habían tomado prestados sus modelos arquitectónicos del cuartel y del convento: la normalización y la meditación estaban inscritas en el espacio escolar. El tiempo estaba allí reglado como en una partitura: solistas y coros, escalas y conciertos, canciones litúrgicas y canciones militares. Los alumnos, intelectualmente y psicológicamente disponibles, seguían el ritmo o abandonaban la orquesta. Había una armonía completa entre el proyecto de enseñanza, las posturas mentales de quienes estaban sujetos a él y la organización del espacio y el tiempo. Todo estaba construido según el mismo modelo.

Entrar en una escuela era entrar en la Escuela: el edificio, por sí mismo, otorgaba la institucionalidad. Su estructura, su diseño, la distribución de lugares, la secuencia de actividades, todo convergía y funcionaba perfectamente.  Decir que la modernidad ha hecho volar todo esto en pedazos es decir poco. Eso fue así para mejor, con la desaparición de un sistema de normalización y reproducción de élites, y para peor, con niños sometidos a un bombardeo mediático sin precedentes, formateados por la maquinaria publicitaria, aturdidos por las imágenes que se superponen ante sus ojos, expuestos a situaciones familiares y sociales particularmente difíciles, cansados, nerviosos, que hoy invaden los espacios escolares de a montones. Incapaces de entender lo que se espera de ellos en clase, miran al maestro como a un televisor cuyo control remoto han perdido.

Fascinados por la «aventura en tiempo real», sueñan con poder vivir con el teléfono móvil pegado a la oreja y la consola de juegos electrónicos en la mano. Aun así, ocurre que escuchan, con algo de momentánea tolerancia, las instrucciones del maestro... pero se desconectan ante el más mínimo escollo y entonces se alborotan en sus sillas hasta que el recreo o alguna sanción venga a rescatarlos. En una institución cuyas reglas se imponían con una evidencia indiscutible en otro tiempo, en la que los roles estaban perfectamente distribuidos y eran conocidos por to dos, en la que, cuando uno entraba al aula, «se decía la misa», en esa institución, hoy parecen desembarcar los herejes y los bárbaros para romper todo. Algunos dicen, entonces, que bastaría con reproducir la película al revés: «restaurar» la autoridad y la disciplina, multiplicar las sanciones, fortalecer la selectividad de la odisea escolar... Pero «el río nunca pasa dos veces bajo el mismo puente» y las reglas de ayer no pueden aplicarse hoy, en un contexto completamente distinto. Por otro lado, la reflexión pedagógica, en tanto trabaja al mismo tiempo sobre las contradicciones constitutivas del proyecto educativo y sobre los alumnos que son considerados no educables, nos proporciona indicaciones valiosas sobre las condiciones que deben implementarse para instituir un espacio-tiempo escolar en el que pueda darse el advenimiento de alumnos-sujeto.

 Nos permite comprender cómo hacer de la escuela y del aula un verdadero «entorno educativo». Nos guía hacia otras distribuciones del espacio y   del tiempo escolares, en ruptura con el taylorismo dominante: treinta estudiantes, un maestro, un curso, una materia, casilleros para llenar… todo se ignora entre sí. La reflexión pedagógica, en suma, nos invita a crear situaciones que vuelvan a poner a las personas en el centro del proyecto fundacional de aprender juntos, en lugar de proyectarlas hacia un universo desarticulado que atomiza los conocimientos, aísla a los individuos y favorece la dispersión permanente.  Por consiguiente, los espacios escolares deben permitir diferentes modalidades de agrupamiento de los alumnos: desde la escuela primaria, ciertas lecciones temáticas –que requieren exposiciones, espectáculos, proyecciones– pueden llevarse a cabo en aulas y salas de conferencias, mientras que otras pueden tener lugar en salas más pequeñas que permitan trabajar grupalmente los procesos de apropiación. En cualquier caso, debemos entrenar a los alumnos en el respeto de los rituales específicos: el aula indiferenciada, en la que los comportamientos son aleatorios, debe ser reemplazada por el laboratorio, el teatro, el gimnasio, la biblioteca o incluso la sala de reuniones, espacios que, ciertamente, convocan a comportamientos particulares. La Escuela asumirá así su carácter instituyente: marcará claramente las funciones de los diferentes espacios y asegurará que cada uno de ellos facilite el acceso a la postura mental requerida. Porque el estudiante, cualquiera que sea su edad, debe saber lo que se espera de él simplemente entrando en los diferentes lugares, descubriendo cómo están diseñados, el material instalado allí y las consignas asociadas al mismo... ¡

 

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