ANALIZAMOS... LA ESCUELA...
En este mundo complicado, la escuela recurre a sus
componentes más antiguos y perdurables para fungir como cohesionador social.
Esos componentes conforman un ritual ancestral que desde la antigüedad ha
encontrado la forma de preservarse. En él, el aprendizaje es vivido como juego;
la comunidad que lo conforma funciona como un verdadero laboratorio de roles
sociales donde se experimenta con todas las formas de relación a que da pie la
cultura; además, como punta de lanza de lo anterior, va el llamado a la
verdad, al cual todos los miembros de esa comunidad responden como objetivo
común, fluyendo unidos, no de manera homogénea sino con energía muchas veces
turbulenta. Esta energía encuentra su cauce gracias a un cuarto componente del
ritual: la disciplina, que envuelve y da forma; no una forma estática sino
dinámica, un cauce móvil y cambiante, firme y a la vez flexible, cuyo principal
atributo es contener a la comunidad creativamente.
Además de estos cuatro componentes, hay otro
elemento que insiste en tocar a la puerta y participar de ese ritual
legendario. Estoy hablando de la comunicación humana. Darle el lugar que
reclama puede desatar polémica. Byung-Chul Han (el ya imprescindible filósofo
coreano) habla de los rituales orientales como hechos meramente formales que
unen a una comunidad sin necesidad de que entre sus miembros medie la
comunicación. Se basan en la repetición de gestos milenarios cuyo significado,
si alguna vez lo hubo, se ha perdido en el tiempo.
A los occidentales nos es difícil concebir que haya
seres humanos que se reúnan sin que entre ellos circule ningún mensaje (para
empezar, el de la voluntad de estar juntos). Sin duda nos identificamos
plenamente con aquella visión que a mediados del siglo XX decretó
categóricamente que Todo comunica (todo absolutamente, ya sea de forma
consciente o inconsciente); además hemos hecho profundamente nuestra la idea de
que la comunicación abre entre nosotros una oportunidad de avance y
crecimiento. La visión de Han y la de que todo comunica, cada una con sus aciertos,
muestran la necesidad de cuestionarnos los alcances de una comunicación que nos
impulsa siempre hacia adelante, así como los de la repetición, que nos convoca
hacia el pasado, al origen.
Descomposición
Los componentes del ritual escolar, por ancestrales
que sean, se ven día a día puestos a prueba por la realidad cotidiana. Con
respecto al juego, por ejemplo, todo lo que los alumnos estudian en la
escuela (y que podría ser fuente de gran placer) amenaza con volverse aburrido
y desanimar al más entusiasta (David Strogatz, divulgador ameno como pocos,
coloca a las matemáticas que se aprenden en la escuela en el lado “serio” de
esa disciplina, dejándolas fuera del lado lúdico, cultivado en espacios más
divertidos). También el ejercicio de roles sociales, que podría
volvernos verdaderos expertos en las relaciones con los demás, se vuelve con
frecuencia una interacción artificial, cuando no cruel, capaz de vulnerar
nuestras habilidades sociales. Asimismo, el llamado a la verdad ―que nos
conduce por el camino del conocimiento, revelándonos los límites de éste y
ayudándonos a convivir con la incertidumbre― se nos ofrece, en cambio, como llamado
a la ley universal, única forma verdadera de saber, la cual nos promete un
mundo terminado, una verdad definitiva. En este mundo de propósitos fijos, la
disciplina puede volverse mordaza inflexible, y en muchos casos (cada vez más)
látigo para autoflagelarse, auto encauzarse e impedirse a uno mismo el proceso
natural de transitar entre lo claro y lo oscuro, lo recto y el descentrado, la
rutina y la aventura, la protección y el riesgo.
El sexto componente
Los humanos somos seres antinómicos: de cada
cosa admitimos dos o más verdades opuestas. Esto más o menos lo podemos
sobrellevar en nuestras relaciones humanas, opiniones políticas y creencias
religiosas, y en materia de filosofía y arte; sin embargo, se vuelve
verdaderamente catastrófico cuando nos topamos con que incluso en el campo de
las ciencias exactas existen leyes mutuamente excluyentes. Tal es el caso de las
de la física cuántica y la física clásica, que, siendo opuestas entre sí, han
sido demostradas ambas (los científicos afirman que es cosa de tiempo el que se
resuelva esta antinomia y se recomponga la unidad de lo existente, pero como
explica el premio Nóbel de Física, Eugene Wigner, nada garantiza que las
antinomias científicas desaparezcan algún día).
Edgar Morin ―en un esforzado intento por rescatar
nuestra racionalidad― desarrolla la teoría de la complejidad, partiendo del
hecho de que nos hallamos en un archipiélago de certezas rodeados de un océano
de incertidumbre. Para él ―así lo entiendo― los seres humanos podemos usar esas
escasas certezas para construir balsas con las cuales aventurarnos en un mar
cuyas leyes nos son desconocidas (empresa que, al menos para mí, guarda gran
parecido con la Odisea homérica). Søren Kierkegaard ―quizás más realista,
aunque parezca broma decirlo― habla de saltos de fe en el vacío, gracias a los
cuales el vasto mar se vuelve navegable; una imagen parecida ―en este caso
circense― es aquella de “salta y aparecerá la red”, que algunos atribuyen a la
sabiduría zen.
Por su parte, Erich Fromm piensa que sólo el Amor
(misteriosa fusión entre realidades distintas sin que pierda lo esencial cada
una) puede relevar a la razón cuando ésta se encuentra con sus límites; según
él, si la razón es verdaderamente razonable, entrega de forma voluntaria la
estafeta del conocimiento a ese invisible relevo. Si, siguiendo estas ideas,
damos al amor un lugar entre los componentes del ritual, hallamos en él la
capacidad de recomponer la esencia de lo escolar cuando ésta se enfrenta a una
cotidianeidad muy poco familiarizada con la incertidumbre.
Para dejar claro que en mi visión el amor dista
mucho de ser un sentimiento exclusivamente protector y debilitante, quiero
recurrir en primer lugar a la imagen de él como una fuerza capaz de
cuestionarlo todo; cuestionarlo hasta sus últimas consecuencias, sin
destruirlo, sino al contrario, afirmando infinitamente su integridad dentro de
un proceso de diálogo. Así, frente a un tipo de enseñanza/aprendizaje que
aspira al dominio de la realidad y a la acumulación de certidumbre en aras del
perfecto conocimiento, el amor pone de realce el valor que tiene el aprendizaje
por sí mismo, como juego, descubriendo en lo improductivo una poderosa
fuente de sentido para nuestra vida (el no hacer, el no intervenir
sobre la realidad para modificarla, es la base de una de las filosofías más
antiguas y vigentes en nuestros días: el taoísmo; si el lector no
reconoce la actualidad de este nombre, piense en uno de sus conceptos
fundamentales, el de Yin-Yang). El amor nos consuela y nos
permite aflojar las fuerzas ahí donde la frustración de no ser seres completos,
de ser un todo al que le falta algo, nos aterroriza.
A la vez, el amor cuida de que no renunciemos a
todo saber productivo y hagamos del juego una nueva adicción: la adicción de participar,
es decir, de sentirnos parte de la comunidad y perder en ella nuestra
individualidad, ansiosos de seguir participando siempre; de perdernos en el
significado del todo y sacrificar lo nuestro. El amor nos reactiva y nos aparta
de la necesidad de dispersarnos en el conjunto para deshacernos por fin de esa
obligación que tanto nos persigue: la de ser alguien. Es bien sabido que
la premisa que sostiene el éxito de los casinos es que la gran mayoría de los
jugadores sólo quiere ganar para seguir participando. En cambio, el buen
jugador tiene un plan para sí, que le permite retirarse. El amor es un vaivén
entre un yo que se encierra cada vez más en su potencial interno y un yo
que anhela extraviarse en un juego infinito.
Si hablamos ahora del ejercicio de los roles
sociales, el amor conoce, respeta y cuida de los otros; es capaz de alegrarse
con ellos y acompañarlos hasta precipicios insospechados o de responderles con
un enojo y un rechazo desmesurados, sin jamás destruirlos. El amor de quien
educa permite que el estudiante se desarrolle en todos sentidos, con sus
múltiples emociones, ideas, intenciones, palabras, y ofrece a todas ellas una
motivación y un resguardo. Protege y da libertad. Está atento, cuida. Responde
por lo que el estudiante ha hecho. Y le pone límites (a veces drásticos y hasta
dramáticos) para permitirle detenerse (en el caso del bullying, el amor
―atento y cuestionador― identifica no sólo la agresión explícita sino también
la agresión pasiva, que puede ser tan destructiva como la otra).
Con respecto al llamado a la verdad, el amor
―como hemos dicho― permite que al conocimiento se le valore por sí mismo, como
juego, y también como motivo de unión. El juego es aglutinante y el intercambio
social es confrontador; por su parte, el llamado a la verdad hace que la
energía de ambos se canalice y confluya hacia un punto: nos reúne, vuelve a
tender entre nosotros un lazo unificador, no para vigorizar el ansia de conocer
(ni ninguna otra ansia) sino para permitirnos compartir con los demás nuestro
conocimiento, en el entendido de que toda verdad es común. En este diálogo, la
ciencia ―que siempre ha querido otorgarnos verdades comunes― es perfectamente
bienvenida como uno más de sus participantes. En realidad, todos podemos acudir
a él; el llamado sólo pide de cada uno de nosotros “autenticidad”, es decir,
correspondencia entre el pensar, el sentir y el actuar.
(Continuará…)
Andrés
García Barrios es
escritor y comunicador. Su obra reúne la experiencia en numerosas disciplinas,
casi siempre con un enfoque educativo: teatro, novela, cuento, ensayo, series
de televisión y exposiciones museográficas. Es colaborador de las revistas Ciencias
de la Facultad de Ciencias de la UNAM; Casa del Tiempo, de la
Universidad Autónoma Metropolitana, y Tierra Adentro, de la Secretaría
de Cultura.
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